domingo, 19 de septiembre de 2010

Un encuentro divino

Por Yaisy Rodríguez

Habían pasado muchos años desde que Isabella no volvía al suelo que la vio nacer, Alcalá de Guadaira. Seguía teniendo la frescura de los veinte, aunque su reloj biológico ya marcaba los cuarenta menos cinco. Isabella conservaba la receta de la juventud, esa que le dio su viejo amigo Marco. Ése bailaor de piel morena un día le dijo que el secreto de la eterna juventud era mantener el alma pura. La joven dama vivía en Frankfurt y estaba casada con un hombre muy inteligente, pero sólo eso. Así que un buen día decidió viajar a su ciudad natal, de manera sorpresiva, pero ese viaje lo había dibujado en sus sueños, una y mil noches.
En su época de niña aprendiendo a ser mujer, dejó por lo menos un corazón roto allá en su pueblo, pero eso no la detuvo la mañana cuando decidió aflojar las riendas de su alma gitana y cabalgar el mundo. Ya en Alcalá, un día antes de regresar a esa vida desteñida que llevaba en Alemania, dispuso buscar a Luigui; un hombre italiano que había sido su novio hacía once años. Ese día también corrió con suerte porque logró localizar aquel hombre de mirada sinvergüenza.
El sol no se había ocultado. Parecía que ya eran las cinco de la tarde en aquella ciudad.De repente el teléfono sonó.
—Isabella, ya estoy aquí —Dijo Luigui con el buen humor que lo caracterizaba —¡Ya baja mujer! ¡Ya quiero ver cuanto has engordado!
Isabella, soltó una de esas carcajadas contagiosas que siempre la definían y la vestían muy bien, como un traje que estaba exactamente hecho para ella.
—Jajajajajaja, Luigui, no cambias —Exclamó la chica— Voy bajando.
Cincuenta y ocho segundos más tarde, un abrazo pintado de multicolor, amarró las trenzas de los zapatos del recuerdo de aquellos dos.
—¿Dónde están tus arrugas, niño?
—¿Todavía no me pasan la cuenta, muñeca? —Dijo Luigui. —¿Qué quieres comer?
— Lo que tú quieras, joven caballero.
A las 5:35, ya estaban comiendo en el mejor restaurante de la ciudad; acompañados de un exquisito vino francés.
—¿Cuéntame de ti, Isabella?¿Ya no te pareces a una niña?
—¡Todos cambiamos, Luigui, ya soy toda una mujer! —Respondió Isabella
—De mí te puedo contar, que vivo en una ciudad muy linda, que tengo una gata que se llama Gigi y que además estoy casada.
Su matrimonio con Paul tenía un sabor parecido, al primer vaso de agua que le sirven a un cliente en un restaurante fino mientras espera ansioso el delicioso manjar. Su relación con Paul, todavía, no sabía a nada. Pero aunque, no había un delirio desenfrenado por su marido, tampoco tenía la amargura o desdicha, por el maltrato de un amor esclavizante.
Y de repente, se sentó en la mesa la pregunta indeseada.
—¿Y me imagino, que eres feliz, mujer?
Isabella, no aguantó más, y decidió soltar su realidad, entonces, vomitó toda la indigestión de vida aburrida que la acariciaba todas las noches.
—¡No, no creo que sea feliz! Tengo un gran problema. Un marido que se ha dedicado los últimos ocho años a perder su tiempo, pensando que yo tengo que cerrarme la boca, cuando en realidad nací para comerme un mundo entero. ¡Tengo Un esposo que cree que ya me convenció de que la suma de uno más uno es simplemente dos! —Dijo Isabella, con un tono de desesperación y con la misma cara que tiene un mendigo, cuando pide, en la calle, una limosna.
—Lamento profundamente que estés así, quizás por eso yo sigo soltero, pero ya verás que todo se arreglará —Expresó aquel hombre.
Isabella sintió que las palabras de Luigui le apuñalaban el corazón. Ella esperaba otras palabras de consuelo. Pero aquellas no eran misericordiosas. A lo mejor porque a partir del encuentro con aquel hombre, afectuoso y sosegado, ella destapó la cacerola de su verdad. Una realidad que la insultaba y la torturaba diciéndole que Luigui era el hombre que su madurez había idealizado. Ella se retorcía en silencio, esperando que Luigui se aprovechara de su infortunio, le susurrara, con una respiración ardiente, una palabra de pasión, amor o algo parecido. Ella dominada por una desesperación muda, anhelaba que Luigui le pidiera que se olvidara de su marido. Que se escaparan y se entregaran para siempre en la mieles de un amor ya crecido. O que, simplemente, la tomará de la cabellera, le rozara con la punta de sus dedos los labios, y le robará un beso de esos que queman, incontrolable, como aquellos besos de hacía más de una decada.Pero Luigui no actuaba de esa manera, no mostraba nada más allá que una amistad sincera.
En aquella cena imborrable,cada segundo transcurrido le torturaba el hoy a Isabella. Lamentaba haber conocido a Luigui cuando apenas era una niña ilusa, que soñaba encontrar un principe azul en el resto del camino, y no como la mujer del presente.
—¿Entonces, cuándo te marchas, Isabella?
—Mi vuelo sale mañana.
En ese momento, Luigui miró su reloj, y le dijo que la llevaría a un lugar especial.
Así que la curiosidad tomó de la mano a Isabella. Un pensamiento coqueto le guiñó el ojo, y de pronto hasta se le olvidó que el verbo pecar aún existía.
Después de pagar la cuenta, él la llevó a la misa de las ocho, con un tal padre Olegario, que decía que la fe no solamente era creer en Dios, los Angeles y los Santos. El padre ratificaba que la fe también era aquello por lo que los seres humanos luchan, y que ya están convencidos de que lo tienen, aún sin alcanzarlo. En ese instante, los ojos de Isabella derramaban lágrimas sin piedad.
Al día siguiente, Isabella no tomó el avión de vuelta a Frankfurt, ni los días que siguieron tampoco.


“Quien pierde su fe no puede perder más”.

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