viernes, 20 de agosto de 2010

Los vuelos de la Edad

Por Yaisy Rodríguez

A los 20, la vida tenía sabor a fantasía, no existía la palabra reconcomio en su vocabulario. Lucy amaba acariciar el riesgo sin importar las consecuencias; características propias de una joven que apenas estaba olfateando la madurez, y lo digo porque se quería comer el mundo entero (seguramente, de un sólo “golpe y sin pensarlo”). Recuerdo que le encantaban los aviones, y esa sensación ilusoria de brincar entre las nubes, o tomarse una siesta en el reino de los cielos, sí, el mismo reino del que nos sigue hablando Mateo, el Evangelista. Lucy, tenía algunas razones que la forjaban a sentirse hechizada por los aviones, a lo mejor porque le robaba algunos besos a la aventura, o porque la sensación de tener alas, le regalaba aquel sube y baja de adrenalina.
Entonces, cuando la chica cumplió los 25, la duda abrió violentamente la puerta, caminó algunos pasos y con menosprecio le abofetió la cara; todo esto producto de incontables tropiezos, y los protagonistas trascendentales fueron las turbulencias, perturbaciones, desvanecimientos, falta de oxigeno, desolación y un destino que se estaba cayendo de sueño. A decir verdad, las experiencias vividas en este revoloteo de vida la convirtieron en una mujer tan realista como “Los burgueses de Molinchart” de Champfleury y, desde luego, sus miedos fueron declarados inocentes y hasta se emborracharon en aquel bar sin nombre de la plaza Bolivar, para celebrar la libertad.
Mañana cumple los 30, pero ni el excelente trabajo de los pilotos, ni las estadísticas -esas que arrojan que el medio de transporte más seguro es el avión- le hacen frenar su pulso acelerado cada vez que piensa en tomar un asiento hacia un destino sin rumbo fijo. Es que ya no quiere subirse en los aviones, y no le importa que otros mundanos le digan una y mil veces “tonta, eso solamente se puede llamar miedo irracional”.
Después de dejar muchas huellas por las autopistas aéreas, hoy, Lucy se ha dado cuenta de que su vida y su actitud, en frente a posibilidades de viajes nebulosos, han pasado por una transformación cada cinco años, de manera que sus 30 difieren de ser un reflejo del atrevimiento que a los 20 le arrancó la ropa. ¿Será esto una combinación de madurez y cobardía? Algún día confesarás la respuesta. Por ahora, ¡Cumpleaños feliz...!


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miércoles, 18 de agosto de 2010

Mi Ancladero

By Yaisy Rodríguez

La abuela Antonia (toñita, como la llamaban en el Centro Revolucionario de la Universidad Mayor) ya no era la misma; su voz era enclenque y su mirada pavorosa. Ya los años la vestían con dolencias, el tiempo le pintaba muchas canas y esa ingrata llamada soledad, le susarraba al oído, una y otra vez, las melodías del olvido.
-Ya ninguno se acuerda de mí; todos me han abandonado porque ya no sirvo para un carajo. Nadie me quiere- dijo la abuela.
Ver a toñita, con esa lasitud, era algo ajeno para Paola. Ella se marchó aquel domingo de Ramos, con la fotografía de una abuela valiente, combativa, autónoma y sin titubeos. Pero la remembranza de lo que fue la toñita, era simplemente memoria. Probablemente, todo esto desencadenó una batalla a quemarropa entre la realidad y el testimonio de Paola... Entonces, de un arrebato, la joven adelantó su marcha rumbo al Norte y comprendió que ya no pertenecía a aquel horizonte cercado con arrecifes, corales y mar.

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