sábado, 18 de septiembre de 2010

La fiesta que se vistió de luto

Por Yaisy Rodríguez

Y una vez más, la abuelita, le preguntó a Daniela.
—¿Daniela, sabes que el mundo se acabará en el año 2000?
—¡Sí, abuelita, y que un señor con barba larga, llamado Jesucristo, bajará del cielo, para llevarnos con él a una fiesta donde hay muchos regalos y golosinas! —Respondió la pequeña de ocho años.
—¡Sí, el mundo se acabará y vendrá Jesucristo a buscarnos a todos, pero si tú sigues hablando en la mesa, mientras comes, dudo que el hijo de Dios quiera que vayas a esa fiesta! —Concluyó la abuelita.
Ese era el mismo sermón que la anciana, de paso lento y sonrisa desgastada, le predicaba a su nieta todos los mediodías, a la hora del almuerzo. Y quién diría que aquella mañana mansa de noviembre, los panecillos con frutas confitadas y el jugo de manzana se quedarían huérfanos e inmóviles, sobre el mesón de la cocina.
Era una de esas noches indefendibles, en el calendario de la vida, y la abuela Paula tosía una y otra vez. Sin embargo, su hijo Juancho, nunca sospechó que la tormenta tropical que se liberaba por la garganta de Maíta (así le decían a doña Paula los vecinos), sería la última que, definitivamente, le arrebataría la vida.
Esa misma madrugada, Daniela se despertó por el ruido de una música estrepitosa, de mal gusto, que le retumbaba los oídos, pero que provenía de la boca de Maíta. A sus ocho años, la niña presintió la noticia que recibiría cuatro horas más tarde. Daniela, sospechaba que algo no estaba bien con la abuelita porque su mirada cada día estaba más ausente, sus pasos ya no eran tan firmes, su memoria, no sabía resolver la ecuación del pasado multiplicado por el presente y, peor aún, la voz de la anciana se la había comido un señor inclemente e inflexible que se llama tiempo. Daniela olfateaba que la abuela estaba guardando un secreto. Efectivamente, Maíta no volvió del sanatorio, ya estaba muerta. Tan pronto amaneció, Daniela tenía ganas de romperle la cara a la realidad; había escuchado los murmullos de unos fulanos adentro de la casa. Enseguida, estiró los brazos, bostezó profundamente, saltó de la cama, y caminó descalza hasta la sala de la casa.
—Tío Juancho ¿por qué están sacando los muebles de la sala?—Preguntó Daniela.
—¿Entonces, si me van a celebrar mi primera comunión este domingo?
— ¡No, princesa, es que tu abuelita se muda para el otro lado de la tierra, un lugar que se llama cielo, y por eso estamos arreglando la sala, para poder despedirla! —Dijo el hombre.
Juancho era el hijo solterón de doña Paula; él nunca quiso casarse con nadie. Decía que no había nacido para el matrimonio. Pero, irónicamente, a sus 55 años, después de una vida llena de mujeres e irresponsabilidades, asumió que los trenes, los mejores trenes que habían pasado por su vida los había perdido, y no había un remedio mejor que buscar refugio en la morada de su madre, por eso se dedicó a cuidar a esa mujer que lo trajo al mundo, y a su sobrina huérfana. Juancho, aquella mañana desabrida de noviembre, no necesitaba pronunciar ni una sola palabra, para gritarle al mundo que el dolor le estaba masacrando el corazón.
—¿Cómo que se va para el cielo, tío, entonces si era cierto? —Preguntó la niña con mucho enojo— ¿Quiere decir que si es verdad lo que me decía de ese señor que se llama Jesucristo? ¿Se va a marchar con ese tipo de barba larga para la fiesta? ¡No puedo creer que me haya dejado aquí y no me haya llevado a esa fiesta! Yo prometí no hablar a la hora del almuerzo, mientras todos estábamos en la mesa. Ella se fue a la fiesta con él y se aprovechó de ir cuando yo estaba durmiendo. Exclamó la niña con un llanto tan conmovedor que parecía que, a a su corta edad, estaba saboreando la hiel de la traición.
Daniela, no llores así —Dijo el tío— Tú abuelita te quiere y está muy contenta de que hayas aprendido el “Padre Nuestro” de memoria, y me dijo que está feliz porque ya no hablas en la mesa a la hora de la comida; también le dijiste que quieres ser monja para ayudar a los niños desamparados. —Concluyó Juancho.
En ese momento la cargó, y la apretó contra su pecho para darle consuelo.
—¿Ni tampoco ella vendrá a mi comunión el domingo, tío?
—¡No, Daniela, la abuela solamente vendrá a despedirse de nosotros, y se llevará todas sus maletas!
—¡Entonces, si la vuelves a ver, dile que no me hable, que es una tramposa! —Afirmó Daniela.
La pequeña, estaba desolada, parecía desconcertada, sus ojitos estaban llorosos, y su alma estaba tan desinflada como el globo de un payaso triste. Al día siguiente, comenzó a llegar mucha gente a la casa. Esa casa era antigua, de esas que tienen un largo corredor, un patio con mucha luz, una sala fría con olor a tierra y piel marchita; incluso, estaba ubicada al lado de la iglesia principal del pueblo. El cuerpo de Maíta lo estaban velando en su propia casa. Alrededor de las tres de la tarde, estaba pautado el entierro de la anciana. Daniela, todavía, conservaba la ilusión de que su abuela le estaba jugando una broma pesada y que, finalmente, si la llevaría a la fiesta del hijo de Dios. Por eso, decidió vestirse hermosa, con aquel trajecito blanco que su abuelita le había confeccionado, para su primera comunión, en complicidad con la maquina vieja de coser. Y cuando llegó la hora de la partida fúnebre, muchos lloraban y otros murmuraban. Daniela pensaba que su abuelita también había engañado a toda esa gente y que todos lloraban de tristeza por sentirse engañados, así como se sentía ella.
— ¿Daniela, ven a despedirte de tu abuela por última vez? —Dijo el tío
-¡No, dile que me lleve con ella, y que si no me lleva, no la veré! —Concluyó la niña.
Después de insistir tanto, el tío Juancho desechó la idea. De pronto, cerraron el ataúd y se llevaron el cuerpo, sin vida, de la anciana al campo santo. Desde aquel día, la vida de la pequeña Daniela cambió; ya no tenía sus panecillos de frutas ni el jugo de manzana cada desayuno, ni quien la regañara por hablar mientras comía. Daniela muy pronto se olvidó de Maíta, su recuerdo se convirtió en olvido. Tanto así, que muchos años más tarde, trabajaba como prostituta en una cantina de mala muerte y ni siquiera recordaba ni una sola frase del mentado “Padre Nuestro”.

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3 comentarios:

  1. Lucy, qué bello cuento. Me sorprendió. Nunca pensé que escribieras de esa manera. Me quedo esperando el siguiente!

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  2. Gracias, mi querido, Humberto.
    Seguramente, vas a seguir recibiendo cada uno de mis cuentos.
    Cada vez que alguien me dice que se envuelve en mis relatos, entérate de lo que sale de mi boca: Dios entonces, si una persona, si una sola persona, viajó por esa historia, entonces, mi frenesí por escribir, si vale la pena.

    Un fuerte abrazo

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  3. que barbara,, buenisimo,, empieza de color de rosa,, y termina de negro,, pero asi es la vida ,, no todo tiene final feliz,, espero el siguiente,
    Lizy.

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