jueves, 30 de diciembre de 2010

Si mañana falleciera

Si mañana falleciera, extrañaría sentir el calor de esos mediodías de verano o jugar con la nieve en alguna plaza de Philadelphia hasta no sentir mis manos... Añoraría escribirle cartas de amor a algún enamorado en turno o regalar bombones de chocolates en una tarde sin motivo; en una tarde como cualquier otra. Extrañaría caminar desnuda por mi casa o sentir la suavidad de mis pantuflas blancas...añoraría pasar una y otra página de esa novela que aun no he leído, pero me llevaría conmigo esas benditas tardes marrones de otoño y también a todos ustedes.

martes, 28 de septiembre de 2010

Mi vecino

Por Yaisy Rodríguez


Tengo en mis manos un velón de color borgoña; me lo regaló mi vecino. Lo prendo todas las noches. Hasta ahora que lo toco, me doy cuenta de que tiene frío. Pero él no tiembla, se ve tan firme. Le acaricio la cara con mi mano y me regala una sonrisa tierna. Aquí está enfrente de mí, con los brazos cruzados y ese traje oscuro que lo viste de elegancia. Si el Príncipe de Gales lo viera, con esta corbata y esos zapatos de puntas afiladas, pensaría que el joven del velón es el hermano gemelo de Brummell. Ni qué decir del perfume que destila, que me seduce, que me hace cerrar los ojos y me secuestra algunos suspiros. Hace algunos meses, conocí a este señor, lo llamo velón y tiene la piel oscura, pero los ojos brillantes. Por más que intento, no puedo evitar mirarlo, ni antes, ni ahora. Estar a su lado se ha convertido en una adicción. ¿Qué cómo lo conocí?, De él solamente sé que es hermano de vela, mi vecina chismosa, y eso ya es suficiente.
Cada mañana de primavera, cuando me dirigía a la escuela, mi hermana tentación me sonsacaba, para que lo viera. Y yo, no lo pensaba dos veces. En esos momentos, le rendía homenaje entre los dientes, a la combinación de mi sangre RT positiva. En definitiva, mi exaltación ante criaturas como estás comprobaba mi debilidad femenina. Vaya que él amaba contemplar la vida desde su balcón. No le faltaba su compañero fiel, un cigarrillo. Solía sentarse con las piernas cruzadas y en la misma silla amarilla, que se estaba muriendo de vejez. El primer día que no lo vi, sentí que a mi vida le estaban apretando el cuello, me faltaba el aire. Sabía que me derretía su presencia, lejana, pero ahí estaba, de lejos, pero vivo. Ese mismo día, al llegar la noche, lo soñé a mi lado. Sí, acostado en mi cama, del lado derecho, muy cerca de la antigua mesa de noche. En esa mesa acostumbro a poner un vaso con agua helada, y, además, no puede faltar la complicidad de un buen libro. De pronto, en aquel sueño me sorprendió que mi vecino no me hablara, sólo me miraba. Me atreví a tocarle la cara por primera vez, y era tan suave como la piel del Divino Niño. Los minutos transcurrían despacio y yo me acercaba a él poco a poco. Yo no dejaba de saborearme su presencia. Entonces, ya a su lado, empecé a rozarle la piel de mi rostro contra su pecho viril.De pronto, me cautivó la idea de recitarle un poema de amor, de pedirle que no se fuera, pero él me calló la vida con sus dedos. Y así llegó la hora de la hora, para mi desgracia: me despertó de un grito mi hermana Tentación porque ya se me hacía tarde para ir a la escuela. En ese momento me dieron ganas de patearle el alma a ese condenada imprudente. Veinte minutos más tarde, a un cuarto para las ocho, cuando proseguía con mi rutina escolar, encontré un regalo con una nota debajo de mi puerta que decía, “¿Por qué no me das un espacio en tu mesita de noche?”.


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domingo, 19 de septiembre de 2010

Un encuentro divino

Por Yaisy Rodríguez

Habían pasado muchos años desde que Isabella no volvía al suelo que la vio nacer, Alcalá de Guadaira. Seguía teniendo la frescura de los veinte, aunque su reloj biológico ya marcaba los cuarenta menos cinco. Isabella conservaba la receta de la juventud, esa que le dio su viejo amigo Marco. Ése bailaor de piel morena un día le dijo que el secreto de la eterna juventud era mantener el alma pura. La joven dama vivía en Frankfurt y estaba casada con un hombre muy inteligente, pero sólo eso. Así que un buen día decidió viajar a su ciudad natal, de manera sorpresiva, pero ese viaje lo había dibujado en sus sueños, una y mil noches.
En su época de niña aprendiendo a ser mujer, dejó por lo menos un corazón roto allá en su pueblo, pero eso no la detuvo la mañana cuando decidió aflojar las riendas de su alma gitana y cabalgar el mundo. Ya en Alcalá, un día antes de regresar a esa vida desteñida que llevaba en Alemania, dispuso buscar a Luigui; un hombre italiano que había sido su novio hacía once años. Ese día también corrió con suerte porque logró localizar aquel hombre de mirada sinvergüenza.
El sol no se había ocultado. Parecía que ya eran las cinco de la tarde en aquella ciudad.De repente el teléfono sonó.
—Isabella, ya estoy aquí —Dijo Luigui con el buen humor que lo caracterizaba —¡Ya baja mujer! ¡Ya quiero ver cuanto has engordado!
Isabella, soltó una de esas carcajadas contagiosas que siempre la definían y la vestían muy bien, como un traje que estaba exactamente hecho para ella.
—Jajajajajaja, Luigui, no cambias —Exclamó la chica— Voy bajando.
Cincuenta y ocho segundos más tarde, un abrazo pintado de multicolor, amarró las trenzas de los zapatos del recuerdo de aquellos dos.
—¿Dónde están tus arrugas, niño?
—¿Todavía no me pasan la cuenta, muñeca? —Dijo Luigui. —¿Qué quieres comer?
— Lo que tú quieras, joven caballero.
A las 5:35, ya estaban comiendo en el mejor restaurante de la ciudad; acompañados de un exquisito vino francés.
—¿Cuéntame de ti, Isabella?¿Ya no te pareces a una niña?
—¡Todos cambiamos, Luigui, ya soy toda una mujer! —Respondió Isabella
—De mí te puedo contar, que vivo en una ciudad muy linda, que tengo una gata que se llama Gigi y que además estoy casada.
Su matrimonio con Paul tenía un sabor parecido, al primer vaso de agua que le sirven a un cliente en un restaurante fino mientras espera ansioso el delicioso manjar. Su relación con Paul, todavía, no sabía a nada. Pero aunque, no había un delirio desenfrenado por su marido, tampoco tenía la amargura o desdicha, por el maltrato de un amor esclavizante.
Y de repente, se sentó en la mesa la pregunta indeseada.
—¿Y me imagino, que eres feliz, mujer?
Isabella, no aguantó más, y decidió soltar su realidad, entonces, vomitó toda la indigestión de vida aburrida que la acariciaba todas las noches.
—¡No, no creo que sea feliz! Tengo un gran problema. Un marido que se ha dedicado los últimos ocho años a perder su tiempo, pensando que yo tengo que cerrarme la boca, cuando en realidad nací para comerme un mundo entero. ¡Tengo Un esposo que cree que ya me convenció de que la suma de uno más uno es simplemente dos! —Dijo Isabella, con un tono de desesperación y con la misma cara que tiene un mendigo, cuando pide, en la calle, una limosna.
—Lamento profundamente que estés así, quizás por eso yo sigo soltero, pero ya verás que todo se arreglará —Expresó aquel hombre.
Isabella sintió que las palabras de Luigui le apuñalaban el corazón. Ella esperaba otras palabras de consuelo. Pero aquellas no eran misericordiosas. A lo mejor porque a partir del encuentro con aquel hombre, afectuoso y sosegado, ella destapó la cacerola de su verdad. Una realidad que la insultaba y la torturaba diciéndole que Luigui era el hombre que su madurez había idealizado. Ella se retorcía en silencio, esperando que Luigui se aprovechara de su infortunio, le susurrara, con una respiración ardiente, una palabra de pasión, amor o algo parecido. Ella dominada por una desesperación muda, anhelaba que Luigui le pidiera que se olvidara de su marido. Que se escaparan y se entregaran para siempre en la mieles de un amor ya crecido. O que, simplemente, la tomará de la cabellera, le rozara con la punta de sus dedos los labios, y le robará un beso de esos que queman, incontrolable, como aquellos besos de hacía más de una decada.Pero Luigui no actuaba de esa manera, no mostraba nada más allá que una amistad sincera.
En aquella cena imborrable,cada segundo transcurrido le torturaba el hoy a Isabella. Lamentaba haber conocido a Luigui cuando apenas era una niña ilusa, que soñaba encontrar un principe azul en el resto del camino, y no como la mujer del presente.
—¿Entonces, cuándo te marchas, Isabella?
—Mi vuelo sale mañana.
En ese momento, Luigui miró su reloj, y le dijo que la llevaría a un lugar especial.
Así que la curiosidad tomó de la mano a Isabella. Un pensamiento coqueto le guiñó el ojo, y de pronto hasta se le olvidó que el verbo pecar aún existía.
Después de pagar la cuenta, él la llevó a la misa de las ocho, con un tal padre Olegario, que decía que la fe no solamente era creer en Dios, los Angeles y los Santos. El padre ratificaba que la fe también era aquello por lo que los seres humanos luchan, y que ya están convencidos de que lo tienen, aún sin alcanzarlo. En ese instante, los ojos de Isabella derramaban lágrimas sin piedad.
Al día siguiente, Isabella no tomó el avión de vuelta a Frankfurt, ni los días que siguieron tampoco.


“Quien pierde su fe no puede perder más”.

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sábado, 18 de septiembre de 2010

La fiesta que se vistió de luto

Por Yaisy Rodríguez

Y una vez más, la abuelita, le preguntó a Daniela.
—¿Daniela, sabes que el mundo se acabará en el año 2000?
—¡Sí, abuelita, y que un señor con barba larga, llamado Jesucristo, bajará del cielo, para llevarnos con él a una fiesta donde hay muchos regalos y golosinas! —Respondió la pequeña de ocho años.
—¡Sí, el mundo se acabará y vendrá Jesucristo a buscarnos a todos, pero si tú sigues hablando en la mesa, mientras comes, dudo que el hijo de Dios quiera que vayas a esa fiesta! —Concluyó la abuelita.
Ese era el mismo sermón que la anciana, de paso lento y sonrisa desgastada, le predicaba a su nieta todos los mediodías, a la hora del almuerzo. Y quién diría que aquella mañana mansa de noviembre, los panecillos con frutas confitadas y el jugo de manzana se quedarían huérfanos e inmóviles, sobre el mesón de la cocina.
Era una de esas noches indefendibles, en el calendario de la vida, y la abuela Paula tosía una y otra vez. Sin embargo, su hijo Juancho, nunca sospechó que la tormenta tropical que se liberaba por la garganta de Maíta (así le decían a doña Paula los vecinos), sería la última que, definitivamente, le arrebataría la vida.
Esa misma madrugada, Daniela se despertó por el ruido de una música estrepitosa, de mal gusto, que le retumbaba los oídos, pero que provenía de la boca de Maíta. A sus ocho años, la niña presintió la noticia que recibiría cuatro horas más tarde. Daniela, sospechaba que algo no estaba bien con la abuelita porque su mirada cada día estaba más ausente, sus pasos ya no eran tan firmes, su memoria, no sabía resolver la ecuación del pasado multiplicado por el presente y, peor aún, la voz de la anciana se la había comido un señor inclemente e inflexible que se llama tiempo. Daniela olfateaba que la abuela estaba guardando un secreto. Efectivamente, Maíta no volvió del sanatorio, ya estaba muerta. Tan pronto amaneció, Daniela tenía ganas de romperle la cara a la realidad; había escuchado los murmullos de unos fulanos adentro de la casa. Enseguida, estiró los brazos, bostezó profundamente, saltó de la cama, y caminó descalza hasta la sala de la casa.
—Tío Juancho ¿por qué están sacando los muebles de la sala?—Preguntó Daniela.
—¿Entonces, si me van a celebrar mi primera comunión este domingo?
— ¡No, princesa, es que tu abuelita se muda para el otro lado de la tierra, un lugar que se llama cielo, y por eso estamos arreglando la sala, para poder despedirla! —Dijo el hombre.
Juancho era el hijo solterón de doña Paula; él nunca quiso casarse con nadie. Decía que no había nacido para el matrimonio. Pero, irónicamente, a sus 55 años, después de una vida llena de mujeres e irresponsabilidades, asumió que los trenes, los mejores trenes que habían pasado por su vida los había perdido, y no había un remedio mejor que buscar refugio en la morada de su madre, por eso se dedicó a cuidar a esa mujer que lo trajo al mundo, y a su sobrina huérfana. Juancho, aquella mañana desabrida de noviembre, no necesitaba pronunciar ni una sola palabra, para gritarle al mundo que el dolor le estaba masacrando el corazón.
—¿Cómo que se va para el cielo, tío, entonces si era cierto? —Preguntó la niña con mucho enojo— ¿Quiere decir que si es verdad lo que me decía de ese señor que se llama Jesucristo? ¿Se va a marchar con ese tipo de barba larga para la fiesta? ¡No puedo creer que me haya dejado aquí y no me haya llevado a esa fiesta! Yo prometí no hablar a la hora del almuerzo, mientras todos estábamos en la mesa. Ella se fue a la fiesta con él y se aprovechó de ir cuando yo estaba durmiendo. Exclamó la niña con un llanto tan conmovedor que parecía que, a a su corta edad, estaba saboreando la hiel de la traición.
Daniela, no llores así —Dijo el tío— Tú abuelita te quiere y está muy contenta de que hayas aprendido el “Padre Nuestro” de memoria, y me dijo que está feliz porque ya no hablas en la mesa a la hora de la comida; también le dijiste que quieres ser monja para ayudar a los niños desamparados. —Concluyó Juancho.
En ese momento la cargó, y la apretó contra su pecho para darle consuelo.
—¿Ni tampoco ella vendrá a mi comunión el domingo, tío?
—¡No, Daniela, la abuela solamente vendrá a despedirse de nosotros, y se llevará todas sus maletas!
—¡Entonces, si la vuelves a ver, dile que no me hable, que es una tramposa! —Afirmó Daniela.
La pequeña, estaba desolada, parecía desconcertada, sus ojitos estaban llorosos, y su alma estaba tan desinflada como el globo de un payaso triste. Al día siguiente, comenzó a llegar mucha gente a la casa. Esa casa era antigua, de esas que tienen un largo corredor, un patio con mucha luz, una sala fría con olor a tierra y piel marchita; incluso, estaba ubicada al lado de la iglesia principal del pueblo. El cuerpo de Maíta lo estaban velando en su propia casa. Alrededor de las tres de la tarde, estaba pautado el entierro de la anciana. Daniela, todavía, conservaba la ilusión de que su abuela le estaba jugando una broma pesada y que, finalmente, si la llevaría a la fiesta del hijo de Dios. Por eso, decidió vestirse hermosa, con aquel trajecito blanco que su abuelita le había confeccionado, para su primera comunión, en complicidad con la maquina vieja de coser. Y cuando llegó la hora de la partida fúnebre, muchos lloraban y otros murmuraban. Daniela pensaba que su abuelita también había engañado a toda esa gente y que todos lloraban de tristeza por sentirse engañados, así como se sentía ella.
— ¿Daniela, ven a despedirte de tu abuela por última vez? —Dijo el tío
-¡No, dile que me lleve con ella, y que si no me lleva, no la veré! —Concluyó la niña.
Después de insistir tanto, el tío Juancho desechó la idea. De pronto, cerraron el ataúd y se llevaron el cuerpo, sin vida, de la anciana al campo santo. Desde aquel día, la vida de la pequeña Daniela cambió; ya no tenía sus panecillos de frutas ni el jugo de manzana cada desayuno, ni quien la regañara por hablar mientras comía. Daniela muy pronto se olvidó de Maíta, su recuerdo se convirtió en olvido. Tanto así, que muchos años más tarde, trabajaba como prostituta en una cantina de mala muerte y ni siquiera recordaba ni una sola frase del mentado “Padre Nuestro”.

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viernes, 20 de agosto de 2010

Los vuelos de la Edad

Por Yaisy Rodríguez

A los 20, la vida tenía sabor a fantasía, no existía la palabra reconcomio en su vocabulario. Lucy amaba acariciar el riesgo sin importar las consecuencias; características propias de una joven que apenas estaba olfateando la madurez, y lo digo porque se quería comer el mundo entero (seguramente, de un sólo “golpe y sin pensarlo”). Recuerdo que le encantaban los aviones, y esa sensación ilusoria de brincar entre las nubes, o tomarse una siesta en el reino de los cielos, sí, el mismo reino del que nos sigue hablando Mateo, el Evangelista. Lucy, tenía algunas razones que la forjaban a sentirse hechizada por los aviones, a lo mejor porque le robaba algunos besos a la aventura, o porque la sensación de tener alas, le regalaba aquel sube y baja de adrenalina.
Entonces, cuando la chica cumplió los 25, la duda abrió violentamente la puerta, caminó algunos pasos y con menosprecio le abofetió la cara; todo esto producto de incontables tropiezos, y los protagonistas trascendentales fueron las turbulencias, perturbaciones, desvanecimientos, falta de oxigeno, desolación y un destino que se estaba cayendo de sueño. A decir verdad, las experiencias vividas en este revoloteo de vida la convirtieron en una mujer tan realista como “Los burgueses de Molinchart” de Champfleury y, desde luego, sus miedos fueron declarados inocentes y hasta se emborracharon en aquel bar sin nombre de la plaza Bolivar, para celebrar la libertad.
Mañana cumple los 30, pero ni el excelente trabajo de los pilotos, ni las estadísticas -esas que arrojan que el medio de transporte más seguro es el avión- le hacen frenar su pulso acelerado cada vez que piensa en tomar un asiento hacia un destino sin rumbo fijo. Es que ya no quiere subirse en los aviones, y no le importa que otros mundanos le digan una y mil veces “tonta, eso solamente se puede llamar miedo irracional”.
Después de dejar muchas huellas por las autopistas aéreas, hoy, Lucy se ha dado cuenta de que su vida y su actitud, en frente a posibilidades de viajes nebulosos, han pasado por una transformación cada cinco años, de manera que sus 30 difieren de ser un reflejo del atrevimiento que a los 20 le arrancó la ropa. ¿Será esto una combinación de madurez y cobardía? Algún día confesarás la respuesta. Por ahora, ¡Cumpleaños feliz...!


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miércoles, 18 de agosto de 2010

Mi Ancladero

By Yaisy Rodríguez

La abuela Antonia (toñita, como la llamaban en el Centro Revolucionario de la Universidad Mayor) ya no era la misma; su voz era enclenque y su mirada pavorosa. Ya los años la vestían con dolencias, el tiempo le pintaba muchas canas y esa ingrata llamada soledad, le susarraba al oído, una y otra vez, las melodías del olvido.
-Ya ninguno se acuerda de mí; todos me han abandonado porque ya no sirvo para un carajo. Nadie me quiere- dijo la abuela.
Ver a toñita, con esa lasitud, era algo ajeno para Paola. Ella se marchó aquel domingo de Ramos, con la fotografía de una abuela valiente, combativa, autónoma y sin titubeos. Pero la remembranza de lo que fue la toñita, era simplemente memoria. Probablemente, todo esto desencadenó una batalla a quemarropa entre la realidad y el testimonio de Paola... Entonces, de un arrebato, la joven adelantó su marcha rumbo al Norte y comprendió que ya no pertenecía a aquel horizonte cercado con arrecifes, corales y mar.

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martes, 29 de junio de 2010

I have no words after watching......So Sad :(

Un Invierno en Nueva York


Por fin la prima de Juanita, la costurera, arrivó a Nueva Yok con la esperanza de alcanzar un futuro más prometedor. Recuerdo que llegó el 25 de diciembre. Era un día de invierno inusualmente luminoso y esto la llenaba de mucha energía positiva. En el trayecto que las conducía a la vivienda, Juanita le comentó que vivía en una casa como las que salen en las películas. La chica se mostraba sorprendida porque su prima, antes de conducir, se colocó el cinturón de seguridad. La muchacha solo expresaba extrañeza en su mirada porque recordó que un día su difunto padre le dijo que el bendito cinturón de seguridad lo usaba la gente cobarde. Finalmente, llegaron a la vivienda y cuando María corrió para ver su nueva alcoba, pues, la habitación estaba vacía y silenciosa. Lo más probable es que echaba de menos a su perrito hocicón.






Espero que tomen conciencia, please drive safety...




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jueves, 10 de junio de 2010

Hoy también es domingo

Hijo, ¿para qué quieres ser cura?- Preguntó el Sr. Alonso
Porque yo quiero vivir en la Iglesia -respondío Rubén
Rubén tachaba cada día de la semana en el candelario de la cocina -uno por uno- hasta que por fin llegara su día más esperado “el domingo”. Le era imposible ocultar la alegría de ir a esa iglesia en ruinas, dar la palmadita de la paz a todos los prójimos (incluyendo a la cascarrabias abuelita María) y, además, repetir una y otra vez: “Señor, no soy digno de que entres a mi casa pero una palabra tuya bastará para sanarme”






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jueves, 3 de junio de 2010

Lograría llegar inmaculado de pensamiento a su encuentro con Dios, pero ya era demasiado tarde. No recuerdo si era domingo, pero mi entrañable Gabo buscaba rendir homenaje a cualquier cuerpo sin alma; sin importar quién fuera. Se subió en un taxi y llevaba un ramo de rosas blancas -de esas que huelen a gloria- y un cuaderno con muchas memorias dibujadas, donde los personajes principales eran la risa, el amor, y el llanto. Aquella tarde marchitada, Gabo no dejaba de pensar en el asesinato de Pablo. -¿A cuál cementerio quiere que lo lleve?- el taxista preguntó
-A cualquiera- respondió Gabo.
Fin



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jueves, 27 de mayo de 2010

Unos segundos más tarde su nueva vida le abría la puerta. Susana corrió desesperadamente, se quitó las zapatillas y dejó las maletas a mitad de las escaleras. Entonces, sin importarle nada, se escapó a la playa. Era de noche, apenas comenzaba la luna del miel. Mi princesa creaba la escena más pintoresca de su vida, con tan sólo dos copas y aquella exquisita botella de vino. Era una de esas noches de verano donde las estrellas no dormían. Parecía que el mar también estaba aplaudiendo, con el vaivén de sus olas, la boda de Susana con el niño Adrián.

Fin



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martes, 18 de mayo de 2010

Yaisy Rodríguez

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Olía a café recién hecho, y Jimena miraba la lluvia a través de la ventana, con esa inocencia que caracteriza a una niña a sus escasos 8 años. ¿Es que algún día seré como ellos abuelita?-Preguntó Jimena.

-¿Para que haces esas preguntas niña ?-Respondió doña Ruperta

Jimena soñaba ser como los hijos de los viajeros; los que su abuelita recibía todos los veranos...Esos que ni ella misma entendía porque hablaban con un lenguaje diferente.

-Ellos son como los de las películas abuelita. Yo quiero hablar como ellos, y algún día ir a la escuela en un autobús amarillo- Concluyó Jimena


Fin





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